Voces desde una cinta de cassette

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La cinta apareció en el fondo de una caja de madera, bajo un montón de documentos desordenados, sobres sin abrir, y fotografías en tonos sepia que habían perdido ya cualquier referencia escrita en su reverso. El casete, de plástico grisáceo y etiquetas a medio despegar, estaba sin marcar. Ningún nombre, ningún número. Solo un trazo azul que parecía haber sido hecho con un rotulador casi seco.

No se sabe quién lo grabó, ni cuándo. Las paredes de la casa donde se encontró estaban cubiertas de manchas de humedad y el aire, denso, tenía ese olor que sólo habita los lugares detenidos por el tiempo. La grabadora, aún funcional contra todo pronóstico, chirrió al recibir el cassette en su vientre. Y tras el clic, una voz se hizo presente.

No una voz reciente, clara, sino una voz cubierta de polvo. Una voz lejana, interrumpida a ratos por un crujido eléctrico, como si la cinta estuviera resistiéndose a ser escuchada. No era una confesión ni una narración estructurada, sino un cúmulo de frases inconexas: “ya no queda nadie”, “el tren solo pasó una vez”, “la habitación con las paredes de espejo…”.

A cada palabra, un paisaje parecía formarse sin cuerpo. Las ruinas de la fábrica de hielo. El invernadero de las violetas muertas. La curva donde el viento empujaba siempre hacia el mismo lado. Un banco de madera desvencijado, junto a una casa que solo aparece en ciertos negativos velados. Y allí, entre fragmentos de esa voz, un eco mínimo, casi imperceptible: una mención a un trozo de tela azul, atrapado en la rama de un árbol.

Pero la cinta no hablaba de bufandas, ni de personas. Hablaba de espacios. De lugares que alguna vez guardaron memoria pero que ya no saben a quién pertenecen. Hablaba de una estación ferroviaria que no figura en los mapas, a la que sólo se accede cuando se escucha la cinta en una noche muy concreta del año. No se especifica cuál.

Una voz femenina se interrumpe con una carcajada seca. Luego, una melodía infantil en piano. Luego silencio. Pero no el silencio de las pausas, sino un silencio como de presencia, como si alguien estuviera escuchando al otro lado. Luego, la voz vuelve. Cambiada. Más grave. “Estoy grabando esto desde el sitio donde ya nadie pregunta”. Y después, el clic del final.

Lo más inquietante fue que, al rebobinar y reproducirla de nuevo, la cinta ya no era la misma. Las frases cambiaban. En una nueva escucha, aparecían fragmentos que no estaban antes. En una de ellas se mencionaba la casa con tres ventanas tapiadas y una abierta que da a ningún sitio. En otra, se hablaba de una figura en el reflejo del televisor apagado. En otra más, se susurraba un número. 1974. Luego, nada.

Y sin embargo, al detener la grabadora y revisar el cassette, uno podía jurar que el carrete no se había movido. Como si las voces llegaran de otra parte. Como si la cinta solo fuera un canal, no un contenedor.

Muchos han intentado transcribir su contenido. Ninguno ha logrado escuchar dos veces la misma grabación. Algunos aseguran que en cierto momento, entre los crujidos, se escucha su propio nombre. Otros dicen que la cinta no suena igual si se reproduce en una ciudad o en medio del bosque.

Pero todos coinciden en algo: tras apagar la grabadora, algo cambia en la casa. Un cuadro torcido. Una silla movida. Una fotografía que parece haber sido tomada desde dentro de la estancia.

Y en una de ellas —aún no se sabe por qué—, aparece en una esquina inferior, como si la hubiera arrastrado el viento, el hilo de una tela azul.

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