Del diario de un desconocido

diario de un desconocido

Fue hallado por casualidad, en el fondo de un cajón carcomido por la humedad, entre facturas ilegibles y una llave oxidada que ya no abría ninguna cerradura conocida. El cuaderno, de tapas blandas y cubierta ennegrecida por los años, no llevaba nombre. Tan solo una palabra escrita a lápiz, en la primera página: “Recoger”. Nadie supo nunca de quién era. La casa, en una aldea donde el viento sopla sin pedir permiso, había sido deshabitada hacía décadas. Y sin embargo, las últimas entradas del diario databan de 1993. En letra apretada, nerviosa, a veces ilegible, se relataban días sin fechas pero cargados de símbolos. De fragmentos. De bufandas azules y caminos cubiertos por la escarcha.

El estilo de escritura recordaba al de los autores que escriben para sí mismos, no para ser leídos. Sin embargo, había algo inquietantemente deliberado en esas páginas, como si su autor supiera que algún día, alguien como tú o como yo, acabaría leyéndolas. Como si hubiese escrito cada palabra para hablarnos a través de las décadas, para recordarnos algo que no sabíamos que habíamos olvidado.

Entre las anotaciones había dibujos: bocetos de árboles inclinados, una silueta de mujer de espaldas con una bufanda ondeando al viento, una piedra grabada con una inicial que no logramos descifrar. También un mapa rudimentario, donde una cruz marcaba “el invernadero”.

Muchos de los detalles que narraba parecían coincidir con los lugares ya recogidos en otros relatos sueltos: el banco vacío junto a la casa en ruinas, la bufanda azul deshilachada enredada en la rama más alta de un árbol inclinado hacia el norte, y aquel cajón donde alguien guardó lo último que no quiso perder, y que sin embargo, se perdió.

Una entrada decía:
“He visto la silueta otra vez. Entre la niebla, apenas un segundo. No es la misma mujer de antes, pero también lleva una bufanda azul. Cada una es distinta, pero comparten el mismo color. ¿Por qué siempre azul? ¿Es un símbolo? ¿O algo más profundo, más antiguo que yo mismo?”

En otra anotación, más breve, solo se leía:
“No somos los primeros. Ni los últimos.”

Lo que más nos perturbó no fue lo que decía, sino lo que sugería. El diario parecía recopilar no una vida, sino muchas. Como si quien lo escribía hubiera recogido historias ajenas, ecos de otras vidas. En un pasaje incluso menciona a “una mujer que hablaba de la escarcha como si fuera un lenguaje”. ¿Podría referirse a aquel artículo titulado “Bajo el peso de la escarcha”?

La conexión no es segura, pero tampoco casual.

En los márgenes de las últimas páginas, escritas con una caligrafía distinta, más temblorosa, aparecían frases que parecían no tener contexto:
“El invernadero floreció una vez.”
“Las bufandas no desaparecen, cambian de dueño.”
“El viento guarda los secretos que los hombres olvidan.”

La última frase escrita, antes de que las páginas quedaran en blanco, decía:
“No cierres este cuaderno. No todavía.”

No sabemos quién fue el autor. Tampoco si todo lo que escribió era real, o una forma de locura que encontró en la escritura su único refugio. Pero al leerlo, sentimos esa familiar inquietud de quienes, sin buscarlo, descubren que una historia los incluye sin que se les haya consultado.

Ahora el diario está guardado en la redacción de Cosas Frías. Hemos escaneado algunas páginas, pero otras parecen desvanecerse con la luz, como si no quisieran ser replicadas. Lo más extraño es que, desde que lo encontramos, han llegado al correo mensajes anónimos que solo contienen fragmentos de texto, como si otros hubiesen leído el mismo diario, en otros lugares, en otras casas abandonadas.

Nadie ha reclamado su autoría. Pero si tú, lector silencioso, has visto una bufanda azul colgando de un árbol, o has sentido en el viento una historia que parecía no ser tuya pero que reconocías con inexplicable certeza… quizá ya seas parte de esta historia también.

El diario sigue abierto.
La historia continúa.

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