Categoría: Silencios y huecos

  • Lo que quedó en el cajón

    Lo que quedó en el cajón

    Hay un tipo de silencio que no proviene de la ausencia de sonido, sino de las cosas que fueron dejadas atrás sin testimonio. Es el silencio que emana de un cajón que nadie ha abierto en décadas, de un mueble que sobrevive a la demolición de una casa, o de una habitación sellada tras una despedida sin retorno. No es un silencio hostil. Es un susurro sordo, lleno de capas superpuestas, de olores que ya no reconocemos, de papeles que se deshacen al tocarlos. Y aun así, seguimos abriendo esos cajones con la esperanza, o quizás el temor, de encontrar algo que nos nombre.

    Recuerdo uno de esos cajones en la casa de mi tía abuela, en un pueblo que el viento barre con insistencia. La casa, siempre demasiado fría incluso en verano, era una extensión de su propia figura: angulosa, callada, envuelta en una paciencia antigua. El cajón en cuestión estaba en su escritorio, un mueble alto de madera oscura, con patas delgadas que parecían no sostener nada y, sin embargo, permanecía firme. Durante años me prohibieron abrirlo. “Cosas viejas”, decían. “No tiene importancia.” Pero esa era, como bien sabemos, la fórmula exacta para alimentar la curiosidad.

    Cuando por fin lo abrí, muchos años después, ya sin ojos que vigilaran mis movimientos, lo que encontré no fueron joyas ni documentos secretos. Era una colección de lo aparentemente intrascendente. Un reloj de pulsera con la correa rota, una servilleta con una frase escrita en tinta azul que ya apenas se leía: “no volveré”, un pasaporte caducado con el rostro de un hombre joven que nunca conocí, y una llave sin cerradura.

    Podría haberlo cerrado y olvidado todo, devolver los objetos a su sombra. Pero no lo hice. Me senté junto al escritorio, como si esperara que los objetos me hablaran, y en cierto modo lo hicieron. Cada uno cargaba una ausencia. Una historia no contada. No había nombre, pero había huella. La clase de rastro que se percibe solo cuando se ha vivido suficiente como para entender que los objetos no sobreviven por casualidad. Son testigos involuntarios de la voluntad de alguien por no dejar todo atrás.

    Desde entonces, cada vez que encuentro un cajón olvidado, contemplo lo que guarda con una mezcla de reverencia y culpa. ¿Quién lo llenó? ¿Por qué lo dejó? ¿Qué deseaba que no se perdiera?

    A menudo pienso que lo que quedó en el cajón somos nosotros, nuestras partes más vulnerables, aquellas que no caben en una foto ni en una biografía. Lo que no dijimos. Lo que sentimos y decidimos callar. La carta que nunca enviamos. El regalo que no dimos. Las palabras que se quedaron pegadas a la lengua.

    Y quizás por eso, abrir uno de esos cajones es un acto de valentía íntima. Es aceptar que el olvido no es perfecto, que todo lo que alguna vez importó —aunque fuera para uno solo— persiste en algún lugar, esperando ser desenterrado. Aunque nadie pregunte por ello. Aunque nadie más lo entienda.

    Porque lo que quedó en el cajón no es basura ni memoria. Es el eco de un gesto, suspendido en el tiempo. Es una última oportunidad de mirar atrás con otros ojos. No para quedarnos allí, sino para saber quiénes fuimos cuando nadie nos miraba.

  • Donde el viento no pregunta

    Donde el viento no pregunta

    Hay un lugar en las sierras altas, entre rocas cubiertas de líquenes pálidos y alerces vencidos por su propio peso, donde el viento nunca detiene su marcha, y tampoco espera respuesta. En esos páramos inclinados hacia el norte, todo parece haber sido arrastrado por una voluntad silenciosa: las cercas oxidadas están torcidas en la misma dirección, los tejados de pizarra rotos exhiben sus heridas hacia el oeste, y los árboles que alguna vez intentaron alzarse han aceptado crecer en diagonal, como inclinados ante una fuerza inapelable.

    Allí, cada sonido lleva una estela. El crujido de una rama no muere tras el chasquido, sino que se alarga como un eco en el valle, llevado por ese viento que no pregunta. Los cuervos vuelan en círculos bajos, rozando con sus alas las hierbas secas que se abrazan al suelo como si quisieran evitar ser llevadas lejos.

    En medio de ese espacio descarnado, se alza una construcción de piedra, ya sin techo, sin ventanas ni puertas. Solo las paredes sobreviven, como si aún quisieran proteger algo que hace tiempo ha dejado de estar. No hay nombres escritos en su interior ni señales claras de quiénes la habitaron. Solo una mesa de madera podrida en una esquina y un alféizar donde la escarcha parece encontrar refugio cada mañana, dibujan con su mera existencia la escena de una vida detenida.

    He vuelto a ese lugar varias veces, aunque nunca con compañía. No hay sendero marcado ni señal alguna, solo referencias que uno guarda en la memoria como cicatrices: la roca con forma de espiral, el abeto partido en dos, el riachuelo que desaparece bajo tierra justo antes de llegar a la loma. Cada vez que regreso, algo ha cambiado levemente. La inclinación de la luz, la textura de las sombras, incluso la manera en que el viento se desliza por entre las ruinas.

    Una vez encontré allí una bufanda azul enredada en una rama. Tenía los bordes deshilachados y olía a lana mojada, como si hubiera estado esperando la vuelta de alguien durante años. No la toqué. Me pareció más digno dejarla allí, que no alterarla, porque en ese lugar todo permanece solo si uno no interfiere. El viento no pregunta, y nosotros tampoco deberíamos responder.

    Desde esa altura, la vista se extiende como una herida abierta hacia las llanuras del sur. En días despejados, puede verse la línea donde el hielo se rinde al verde, y en las noches sin luna, uno podría jurar que hay luces que parpadean desde más allá del horizonte, como señales enviadas desde una época anterior, un mundo suspendido bajo el polvo del recuerdo.

    Al volver, siempre dejo algo detrás: un guante viejo, una frase no dicha, una imagen que no tomaré. Porque ese es el pacto. Allí donde el viento no pregunta, uno tampoco debe llevarse más de lo que trajo. Solo dejarse atravesar.

  • Luz oblicua sobre la nieve

    Luz oblicua sobre la nieve

    En ciertos días de enero, cuando el sol se niega a elevarse por encima de las copas de los árboles desnudos, la luz cae de lado, rasante, como si resbalara por los tejados nevados y se deslizara por las laderas hasta el fondo de los valles. Esa luz oblicua sobre la nieve no calienta, pero revela. De repente, todo lo que estaba oculto en la homogeneidad blanca se perfila con una precisión melancólica: los surcos en el campo, las huellas de un zorro solitario, las grietas en la madera de una caseta olvidada.

    Hay algo reverencial en esa hora. El mundo parece suspendido en un instante detenido, como si alguien hubiera tocado el botón de pausa en una cinta antigua. La nieve, al recibir esa inclinación dorada, no brilla ni reluce, sino que se apaga ligeramente, como si la luz la envejeciera. Entonces aparecen las sombras: alargadas, casi azules, dibujadas con exactitud matemática en el blanco de la llanura. Las ramas proyectan geometrías sutiles sobre el suelo helado, y cada línea parece una frase subrayada en el cuaderno de un lector atento.

    Caminé esta mañana por un sendero apenas visible, guiado más por la memoria que por el trazado. A mi izquierda, un invernadero con los cristales empañados parecía contener dentro un clima detenido, un jardín en miniatura prisionero del frío. A mi derecha, una línea de postes telegráficos se perdía en la lejanía, cada uno proyectando una sombra idéntica y muda sobre la nieve.

    Lo oblicuo de la luz me recordó a una fotografía de mi infancia, tomada por mi padre en una estación invernal. En ella, una bicicleta reposaba contra una pared encalada, y la sombra que proyectaba era tan nítida que parecía formar parte del objeto. En esa imagen —que ya no conservo pero que aún habita mi mente— comprendí por primera vez que lo importante no siempre es lo que se ve, sino cómo la luz lo toca.

    La nieve comenzará a derretirse pronto, lo sé. Pero esta luz, este ángulo imposible del sol sobre la tierra dormida, quedará suspendido, como tantas otras cosas que solo ocurren una vez al año, o una vez en la vida.