Categoría: Ruinas

  • La casa junto al kilómetro 203

    La casa junto al kilómetro 203

    Durante años, los mapas de carretera más antiguos marcaban el punto con un círculo casi imperceptible, una nota a lápiz al borde de lo borrado: “km 203 – desvío en curva cerrada”. En las ediciones más recientes, la anotación había desaparecido, como si nadie hubiera considerado relevante volver a mencionar ese recodo del camino. Pero los que conducen camiones de madrugada por esa vía secundaria aún bajan la velocidad al acercarse, algunos por costumbre, otros por algo menos explicable.

    La casa junto al kilómetro 203 no figura en catastro alguno. Aparece ocasionalmente en fotografías tomadas desde helicópteros forestales, entre árboles que ya no crecen del todo rectos. Su tejado es de pizarra gris y los muros, ennegrecidos por la humedad, aún muestran restos de un revoque color tierra. Las ventanas —cuatro por lado, dos en cada planta— están cubiertas de una pátina opaca, y sin embargo uno nunca tiene la sensación de que esté realmente deshabitada. No hay vallas ni sendero claro hacia la entrada. Solo una bifurcación estrecha, oculta tras el ángulo de un poste sin señalización, y una curva de la carretera que invita a no detenerse nunca.

    Los habitantes de los pueblos cercanos cuentan historias que ya no recuerdan haber oído por primera vez. Se habla de una mujer que vivió allí sola, de un matrimonio que envejeció sin que nadie los visitara, o de un grupo de estudiantes que acampó en las inmediaciones y no volvió a ser el mismo. Pero lo que todos mencionan —aunque no siempre de forma directa— es que, frente a la casa, hay tres estatuas. Tres figuras humanas, de tamaño natural, hechas de un material que nadie ha logrado identificar con certeza. No es mármol, ni bronce, ni yeso. Su textura recuerda a la piedra erosionada por la sal de mar, pero no hay mar a menos de 300 kilómetros.

    Lo extraño de las estatuas no es su presencia —aunque bastante lo es ya— sino el hecho de que nunca están cubiertas por la nieve. Incluso en los inviernos más duros, cuando el espesor blanco paraliza el tránsito y las ramas de los árboles se quiebran bajo el peso helado, las estatuas se mantienen limpias. Algunos han propuesto teorías: una corriente de aire anómala, un campo electromagnético, incluso bromas de algún vecino que se encarga de limpiarlas cada noche. Pero nadie ha sido visto nunca allí.

    En 1998, un hombre llamado Eugenio Valdés, técnico de mantenimiento de carreteras, se vio obligado a pasar la noche en su vehículo justo antes del desvío. El temporal le impidió avanzar. Su relato, documentado en una carta enviada a su hermano y rescatada del archivo provincial años después, es inquietante. Según sus palabras:

    «Dormí en el asiento trasero. El motor apagado. La calefacción inútil. Desperté a las 3:47, según el reloj de pulsera. Afuera, tres personas estaban paradas junto a la cuneta. No se movían. Eran de piedra. Una de ellas tenía la mano extendida hacia la casa. Al amanecer, ya no estaban.»

    Dos semanas después, Eugenio desapareció. Solo se halló su furgoneta abandonada en el arcén, con la llave aún en el contacto. El reloj marcaba, detenido, las 3:47.

    Años más tarde, en 2009, un joven historiador de arte, Jaime Lázaro, obsesionado con las esculturas sin firma que salpican el norte del país, encontró una fotografía de la casa. La imagen estaba fechada en 1947 y mostraba la fachada tal como se encuentra ahora. Pero lo desconcertante no era el parecido arquitectónico. Lo desconcertante era que las estatuas ya estaban allí. En la misma posición. Con la misma expresión. Con la misma ausencia de nieve.

    Lázaro viajó hasta la zona. Nadie lo volvió a ver.

    En 2021, una pareja de excursionistas encontró un cuaderno dentro de una caja metálica semioculta entre los cimientos derruidos de un cobertizo junto a la casa. El diario —que parecía pertenecer a una mujer, aunque no estaba firmado— narraba fragmentos breves de una rutina detenida: preparar sopa, limpiar el polvo de las estatuas, encender la lámpara del pasillo. En una página, casi ilegible por el moho, se leía:

    “Esta noche vendrán de nuevo. Las oigo siempre antes. Pero no me molesta. Solo quisiera saber por qué siempre se detienen frente a las figuras. Y por qué nadie más recuerda el 18 de febrero.”

    En la hemeroteca, no hay ninguna mención al 18 de febrero, ni en ese año ni en los anteriores.

    Hoy, si alguien se detiene junto al kilómetro 203, puede llegar a ver la silueta de la casa desde la distancia. No hay huellas recientes en la nieve. Las estatuas siguen ahí. A veces una brizna de hielo se posa sobre el hombro de una, pero nunca permanece. A las pocas horas, todo está limpio. Como si lo invisible soplara, barrera tras barrera, hasta dejarlo todo helado… pero intacto.

    Y si uno espera lo suficiente, quizá pueda ver a alguien salir de la casa y detenerse, quieto, entre las figuras. Solo un instante. Solo hasta que el viento se lleve el resto de la historia.

  • Helado, pero intacto. 1974.

    Helado, pero intacto. 1974.

    No es solo una fecha; es una grieta en el tiempo, una habitación cerrada desde dentro, un susurro enterrado bajo capas de nieve. La mayoría de los que vivieron ese año lo recuerdan por cosas muy distintas: la televisión en blanco y negro, las cartas aún enviadas a mano, la falta de urgencia digital. Pero hay otros, muy pocos, que asocian ese número con algo más difícil de enunciar. Una imagen que no ha sido tomada, una historia que no ha sido contada del todo, una postal sin remitente.

    Todo comenzó con una caja. En realidad, no. Comenzó con la decisión de abrirla.

    La encontraron al fondo de un cobertizo de tejas rotas, justo detrás de lo que quedaba de un taller rural olvidado cerca de un paso de montaña clausurado desde los años ochenta. Nadie iba allí. Nadie tenía por qué hacerlo. Pero un invierno más crudo de lo habitual había causado un pequeño derrumbe en la ladera. Fue entonces cuando la caja se deslizó de su escondite: madera húmeda, clavos oxidados, y una etiqueta apenas legible por el helado ambiente que la rodea: “1974 – sólo si…”

    Dentro:
    Un paquete de fotos en blanco y negro, una bufanda azul desteñida —la textura demasiado nueva para tener cincuenta años, pero el olor como de algo que ha visto demasiados inviernos—, un casete con cinta reensamblada, una carta sin firma y un reloj de bolsillo detenido exactamente a las 03:12.

    La carta hablaba en términos ambiguos. Hacía referencia a una estación ferroviaria, al retrato de un hombre con las facciones raspadas, como si el tiempo o la culpa hubieran querido borrar algo concreto de su rostro. Se mencionaba una segunda caja, probablemente nunca hallada, y un diario de notas codificadas del que aún nadie ha conseguido desencriptar más que una palabra: «intacto».

    Una de las fotografías muestra un invernadero con cristales rotos. Otra, una mano apoyada sobre una baranda de hierro oxidado. Hay, también, una imagen borrosa de lo que parece ser una estatua envuelta en nieve, y al fondo, con la misma ambigüedad de una sombra que uno cree ver con el rabillo del ojo, un trazo azul.

    Lo curioso es que, entre todo lo descubierto, había algo aún más desconcertante: un recorte de periódico con la noticia del incendio de una fábrica de hielo. La fecha: enero de 1974. La dirección coincide con las coordenadas escritas en el reverso del casete. El artículo, sin embargo, nunca fue archivado digitalmente, y la hemeroteca más cercana asegura no tener registro del suceso. Como si esa noticia solo existiera en esa caja, como si el fuego, o el hielo, hubiera borrado sus huellas de la memoria colectiva.

    “Helado, pero intacto”, decía la última línea escrita a mano dentro de la tapa interior.

    ¿Era el contenido? ¿El lugar? ¿Una persona? ¿Un recuerdo?

    Desde entonces, algunos que han visitado el sitio hablan de ecos no auditivos: sensaciones de que algo persiste más allá de la lógica, como un deja vu sin origen. Uno de los restauradores que intentó rescatar la cinta del casete dijo escuchar un nombre. Pero cuando lo dijo en voz alta, no lo reconoció como suyo.

    Ahora, hay quienes creen que el número 1974 no solo alude a un año, sino a una especie de marcador. Como si ciertas historias solo pudieran vivirse —o revivirse— desde esa frecuencia, como si cada objeto dentro de esa caja no perteneciera a ese año, sino que lo definiera.

    Los detalles cruzados con otras historias ya compartidas —las bufandas, los fragmentos de diarios, los lugares que no aparecen en los mapas— sugieren que no se trata de una simple coincidencia.

    Hay patrones. Hay ciclos. Y, sobre todo, hay una temperatura:
    Bajo cero.
    Pero intacto.

  • Voces desde una cinta de cassette

    Voces desde una cinta de cassette

    La cinta apareció en el fondo de una caja de madera, bajo un montón de documentos desordenados, sobres sin abrir, y fotografías en tonos sepia que habían perdido ya cualquier referencia escrita en su reverso. El casete, de plástico grisáceo y etiquetas a medio despegar, estaba sin marcar. Ningún nombre, ningún número. Solo un trazo azul que parecía haber sido hecho con un rotulador casi seco.

    No se sabe quién lo grabó, ni cuándo. Las paredes de la casa donde se encontró estaban cubiertas de manchas de humedad y el aire, denso, tenía ese olor que sólo habita los lugares detenidos por el tiempo. La grabadora, aún funcional contra todo pronóstico, chirrió al recibir el cassette en su vientre. Y tras el clic, una voz se hizo presente.

    No una voz reciente, clara, sino una voz cubierta de polvo. Una voz lejana, interrumpida a ratos por un crujido eléctrico, como si la cinta estuviera resistiéndose a ser escuchada. No era una confesión ni una narración estructurada, sino un cúmulo de frases inconexas: “ya no queda nadie”, “el tren solo pasó una vez”, “la habitación con las paredes de espejo…”.

    A cada palabra, un paisaje parecía formarse sin cuerpo. Las ruinas de la fábrica de hielo. El invernadero de las violetas muertas. La curva donde el viento empujaba siempre hacia el mismo lado. Un banco de madera desvencijado, junto a una casa que solo aparece en ciertos negativos velados. Y allí, entre fragmentos de esa voz, un eco mínimo, casi imperceptible: una mención a un trozo de tela azul, atrapado en la rama de un árbol.

    Pero la cinta no hablaba de bufandas, ni de personas. Hablaba de espacios. De lugares que alguna vez guardaron memoria pero que ya no saben a quién pertenecen. Hablaba de una estación ferroviaria que no figura en los mapas, a la que sólo se accede cuando se escucha la cinta en una noche muy concreta del año. No se especifica cuál.

    Una voz femenina se interrumpe con una carcajada seca. Luego, una melodía infantil en piano. Luego silencio. Pero no el silencio de las pausas, sino un silencio como de presencia, como si alguien estuviera escuchando al otro lado. Luego, la voz vuelve. Cambiada. Más grave. “Estoy grabando esto desde el sitio donde ya nadie pregunta”. Y después, el clic del final.

    Lo más inquietante fue que, al rebobinar y reproducirla de nuevo, la cinta ya no era la misma. Las frases cambiaban. En una nueva escucha, aparecían fragmentos que no estaban antes. En una de ellas se mencionaba la casa con tres ventanas tapiadas y una abierta que da a ningún sitio. En otra, se hablaba de una figura en el reflejo del televisor apagado. En otra más, se susurraba un número. 1974. Luego, nada.

    Y sin embargo, al detener la grabadora y revisar el cassette, uno podía jurar que el carrete no se había movido. Como si las voces llegaran de otra parte. Como si la cinta solo fuera un canal, no un contenedor.

    Muchos han intentado transcribir su contenido. Ninguno ha logrado escuchar dos veces la misma grabación. Algunos aseguran que en cierto momento, entre los crujidos, se escucha su propio nombre. Otros dicen que la cinta no suena igual si se reproduce en una ciudad o en medio del bosque.

    Pero todos coinciden en algo: tras apagar la grabadora, algo cambia en la casa. Un cuadro torcido. Una silla movida. Una fotografía que parece haber sido tomada desde dentro de la estancia.

    Y en una de ellas —aún no se sabe por qué—, aparece en una esquina inferior, como si la hubiera arrastrado el viento, el hilo de una tela azul.

  • La estación que no figura en los mapas

    La estación que no figura en los mapas

    A unos kilómetros al norte de la antigua línea ferroviaria, antes de que la maleza engulla por completo los restos de los raíles, hay una explanada de grava negra y maderas podridas donde, según algunos documentos olvidados en los archivos provinciales, existió una estación. Ningún mapa actual la recoge, y los más antiguos que he podido consultar, amarillentos y rotos por los dobleces, apenas muestran una línea interrumpida, sin nombre, como si se hubiese borrado a conciencia.

    Alguien me habló de este lugar hace años, durante una conversación en un tren que atravesaba la llanura helada. Fue un anciano de voz baja, que llevaba una bufanda azul muy parecida a la que encontré tiempo después entre las ramas de un árbol vencido por el viento, en las ruinas de una aldea deshabitada. Él me habló de un tren que paraba en un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde algunos pasajeros no volvían a subir jamás.

    Cuando por fin llegué allí, no encontré más que un cartel oxidado y roto, donde apenas se leía la palabra “Stelle” o “Stell”, según el ángulo desde el que se mirara. Junto a él, una caseta derruida, cuyo interior estaba lleno de objetos apilados sin orden: tazas de porcelana, relojes sin manecillas, cajas con nombres escritos a lápiz ya desvanecidos. Sobre una mesa carcomida, alguien había dejado una cinta de 8mm sin carcasa, con imágenes que ya no se pueden reproducir, pero cuya textura parecía retener la humedad del invierno.

    En el suelo, entre papeles mojados y hojas secas, había una página arrancada de un diario, escrita con una caligrafía que recordaba vagamente a la del cuaderno hallado semanas antes, en otra parte del país. El texto era breve, casi un susurro:

    «He vuelto a la estación. No sé por qué. Siempre está nevada. Siempre está vacía. Pero en el andén me pareció ver la silueta del joven de la foto. No lleva más que una bufanda azul, deshilachada.»

    Nada más.

    Me marché de allí con la sensación de haber estado en un lugar que no existe, o que existe solo para aquellos que lo buscan sin saberlo. Al alejarme, volví la vista una vez más: los árboles inclinados por el viento parecían señalar algo, como si indicaran un regreso imposible.

    Desde entonces, he empezado a recopilar historias similares. Hay quien recuerda haber bajado del tren por error y haber caminado por un pasillo de madera que crujía sin cesar. Otros mencionan un invernadero con flores secas, cerrado con un candado oxidado, visible desde el vagón sólo unos segundos antes de que desaparezca en el retrovisor del tiempo. Incluso me han enviado una imagen —una fotografía borrosa— en la que se intuye una figura sentada en un banco, con los pies colgando, como esperando un tren que no llegará nunca.

    Y lo más inquietante: cada relato, aunque proceda de distintas regiones, menciona en algún punto una bufanda azul, siempre con las mismas palabras: “no era nueva”, “olía a frío”, “tenía algo familiar”.

    He intentado volver a la estación. Pero el tren ya no se detiene en aquel tramo. O quizás nunca lo hizo.

    Ahora, cuando reviso los mapas antiguos, empiezo a notar algo. Algunas líneas no conducen a ninguna parte. Otras giran levemente hacia el norte, hacia zonas no documentadas. Y hay una línea apenas visible que cruza los márgenes del papel como si intentara huir del encuadre.

    Allí, en ese espacio sin nombre, entre las coordenadas imprecisas, puede que aún permanezca abierta una puerta.

    Una estación que no figura en los mapas.
    Pero que espera.

  • Vestigios de una fábrica de hielo

    Vestigios de una fábrica de hielo

    La estructura se mantenía en pie como un testigo olvidado de una época que no dejó testimonio escrito. A las afueras del pueblo, más allá del puente desvencijado y el campo sembrado de malas hierbas, se alzaban los muros ennegrecidos de lo que una vez fue una fábrica de hielo. Nadie parecía recordar con precisión cuándo cerró sus puertas, ni por qué. Algunos vecinos, los más ancianos, apenas balbuceaban palabras confusas al respecto, como si el tema les incomodara o simplemente se hubiera evaporado, como el hielo bajo el sol.

    Entrar allí requería atravesar la verja oxidada, medio caída, cubierta por una maraña de zarzas y tiempo. Dentro, el silencio era denso, interrumpido solo por el eco de nuestros propios pasos y el leve crujido de alguna rata que huía entre los escombros. Las máquinas estaban allí, inmóviles como animales prehistóricos, cubiertas de polvo, moho y telarañas, con etiquetas ilegibles colgando de palancas cuyos fines nadie parecía comprender.

    En una de las paredes, aún podía verse una frase pintada con esmero: “Frío para siempre”. La ironía era evidente. No quedaba nada de aquel frío industrial que, según los archivos del ayuntamiento, abasteció durante décadas a varios pueblos de la región. El hielo se fabricaba a granel, se envolvía en sacos de tela y se transportaba en carretas cubiertas con paja. Todo un engranaje logístico que hoy resultaba incomprensible, sustituido hace tiempo por las tecnologías invisibles del confort moderno.

    Y sin embargo, había algo en aquel lugar que resistía la erosión del tiempo. Una especie de energía detenida, como si parte de ese frío aún se hubiera quedado atrapado entre las paredes. Algunos visitantes comentaban haber sentido escalofríos al adentrarse en la sala de compresores, aunque fuera pleno agosto. Otros hablaban de un zumbido apenas perceptible, como el aliento de una máquina que se niega a apagar del todo.

    Encontramos una carpeta casi intacta entre los restos de una oficina. Dentro, documentos fechados en los años 50, recibos de entregas a establecimientos ya desaparecidos, notas a mano con nombres que nadie reconocía. Pero lo más inquietante fue una fotografía en blanco y negro: un grupo de trabajadores, todos alineados frente a una enorme barra de hielo, con el gesto inexpresivo de las fotos antiguas. Solo uno de ellos miraba directamente a la cámara. En el bolsillo de su camisa, asomaba un retazo de tela azul… demasiado familiar. Algunos podrían pensar que era solo una bufanda doblada.

    Curiosamente, al comparar esa imagen con otra hallada semanas antes en un cajón de la casa del Sr. Ordoñez —fallecido hacía ya una década— se revelaban similitudes. En ambas fotos, diferentes en tiempo y espacio, aparecía una figura con rasgos similares, casi idénticos. Un hombre de mirada impenetrable, siempre con la bufanda azul.

    Las conexiones no terminaban ahí. En los pasillos de la fábrica, alguien había garabateado una fecha en el cemento húmedo, cerca de la puerta trasera: 17 de febrero de 1961. Esa misma fecha aparecía en un recorte de periódico que hablaba del cierre repentino de varias plantas de hielo por “motivos administrativos” no especificados. La fábrica quedó clausurada sin previo aviso. Se hablaba de una avería irreparable, aunque los obreros nunca fueron informados del motivo real.

    Hay quienes sostienen que aún se escucha en las noches más frías el arranque de un compresor, aunque la fábrica lleva más de medio siglo sin energía eléctrica. Otros afirman haber visto sombras moviéndose tras las ventanas rotas, o haber encontrado en los alrededores pequeñas astillas de hielo completamente intactas, como si alguien aún estuviera trabajando allí.

    Vestigios, sí, pero también advertencias.
    Un recordatorio de que no todo lo que ha sido puede clasificarse como historia cerrada. A veces, los lugares no desaparecen del todo. A veces, guardan más que sus ruinas.

  • El invernadero de las violetas muertas

    El invernadero de las violetas muertas

    En el extremo occidental de la región, justo antes de que el bosque se diluya en páramos abiertos donde el viento se vuelve obstinado, yace lo que algunos aún recuerdan como el invernadero de las violetas. No hay camino señalizado hacia él, solo una senda de tierra interrumpida por raíces y piedras que parece más bien generada por la insistencia de pasos solitarios que por intención humana.

    Del invernadero, en realidad, ya no queda mucho. Las paredes de cristal, que antaño atrapaban la luz como si de una criatura viva se tratara, ahora yacen en pedazos cubiertos por musgo. Algunas estructuras metálicas aún se mantienen en pie, oxidadas, vencidas por el tiempo, como huesos que resisten a caer del todo al suelo. Pero lo más inquietante no es su ruina, sino su persistencia.

    Cuentan —y aquí la historia se difumina entre realidad y testimonio oral— que el invernadero fue construido a finales del siglo XIX por un botánico retirado que, tras enviudar, se internó en estas tierras buscando soledad y un clima frío que, según sus propias palabras, “congelara el dolor para poder estudiarlo mejor”. Durante años cultivó flores exóticas traídas de sus viajes: orquídeas, camelias negras, helechos de Sumatra… pero fue con las violetas donde alcanzó su obsesión.

    No eran violetas comunes. Se decía que solo florecían al atardecer, y que su color viraba lentamente del púrpura al azul casi grisáceo antes de caer marchitas en cuestión de horas. El botánico las llamaba “Viola Sideralis”, aunque en ningún tratado botánico aparece bajo ese nombre. Anotaba cada floración en un cuaderno de tapas de cuero que nadie ha vuelto a ver. Se rumorea que cada vez que una de esas violetas moría, el botánico escribía un nombre, como si la planta hubiese servido de ofrenda, o epitafio, para alguien olvidado.

    Lo extraño es que, con el tiempo, varias personas del pueblo cercano afirmaron que esos nombres correspondían a personas fallecidas recientemente en circunstancias trágicas. Un niño que se ahogó en el río. Una anciana que murió dormida con una bufanda azul enrollada entre los brazos. Un hombre cuyo corazón se detuvo sin aviso mientras caminaba por el bosque. No hay registros escritos de esta coincidencia, solo retazos de conversación recogidos en tardes de invierno, al calor de chimeneas que se encienden más por el hábito que por el frío real.

    Tras la muerte del botánico —de la cual tampoco se sabe mucho, salvo que su cuerpo jamás fue hallado—, el invernadero fue abandonado. Al principio, algunos curiosos fueron hasta allí, más por la leyenda que por interés botánico. Decían que el lugar olía a tierra húmeda incluso en verano, y que en ocasiones, al romper una rama seca o pisar hojas, se podía oír algo parecido a un susurro. Luego, poco a poco, dejaron de ir. Nadie sabe si por miedo, respeto o simple olvido.

    Hoy, cuando el viento sopla desde el norte, el invernadero reaparece. No físicamente —eso sería imposible—, pero sí en la conversación de algunos caminantes que juran haber sentido una presencia al cruzar cierto claro del bosque. Algunos aseguran haber visto flores diminutas brotar entre las grietas del suelo, flores que no deberían estar allí, y que desaparecen al volver la vista.

    La historia del invernadero de las violetas muertas no figura en ningún archivo municipal ni en mapas oficiales. Pero aparece, curiosamente, como una marca tenue, como un borrón deliberado, en una fotografía aérea tomada en 1963. Una mancha oscura, de forma ovalada, rodeada por árboles claramente inclinados hacia afuera, como si evitaran un centro invisible.

    Quizá ese lugar aún recuerde. Quizá esas violetas, marchitas hace décadas, no se hayan ido del todo. Quizá solo estén esperando que alguien vuelva a nombrarlas.

  • Donde el viento no pregunta

    Donde el viento no pregunta

    Hay un lugar en las sierras altas, entre rocas cubiertas de líquenes pálidos y alerces vencidos por su propio peso, donde el viento nunca detiene su marcha, y tampoco espera respuesta. En esos páramos inclinados hacia el norte, todo parece haber sido arrastrado por una voluntad silenciosa: las cercas oxidadas están torcidas en la misma dirección, los tejados de pizarra rotos exhiben sus heridas hacia el oeste, y los árboles que alguna vez intentaron alzarse han aceptado crecer en diagonal, como inclinados ante una fuerza inapelable.

    Allí, cada sonido lleva una estela. El crujido de una rama no muere tras el chasquido, sino que se alarga como un eco en el valle, llevado por ese viento que no pregunta. Los cuervos vuelan en círculos bajos, rozando con sus alas las hierbas secas que se abrazan al suelo como si quisieran evitar ser llevadas lejos.

    En medio de ese espacio descarnado, se alza una construcción de piedra, ya sin techo, sin ventanas ni puertas. Solo las paredes sobreviven, como si aún quisieran proteger algo que hace tiempo ha dejado de estar. No hay nombres escritos en su interior ni señales claras de quiénes la habitaron. Solo una mesa de madera podrida en una esquina y un alféizar donde la escarcha parece encontrar refugio cada mañana, dibujan con su mera existencia la escena de una vida detenida.

    He vuelto a ese lugar varias veces, aunque nunca con compañía. No hay sendero marcado ni señal alguna, solo referencias que uno guarda en la memoria como cicatrices: la roca con forma de espiral, el abeto partido en dos, el riachuelo que desaparece bajo tierra justo antes de llegar a la loma. Cada vez que regreso, algo ha cambiado levemente. La inclinación de la luz, la textura de las sombras, incluso la manera en que el viento se desliza por entre las ruinas.

    Una vez encontré allí una bufanda azul enredada en una rama. Tenía los bordes deshilachados y olía a lana mojada, como si hubiera estado esperando la vuelta de alguien durante años. No la toqué. Me pareció más digno dejarla allí, que no alterarla, porque en ese lugar todo permanece solo si uno no interfiere. El viento no pregunta, y nosotros tampoco deberíamos responder.

    Desde esa altura, la vista se extiende como una herida abierta hacia las llanuras del sur. En días despejados, puede verse la línea donde el hielo se rinde al verde, y en las noches sin luna, uno podría jurar que hay luces que parpadean desde más allá del horizonte, como señales enviadas desde una época anterior, un mundo suspendido bajo el polvo del recuerdo.

    Al volver, siempre dejo algo detrás: un guante viejo, una frase no dicha, una imagen que no tomaré. Porque ese es el pacto. Allí donde el viento no pregunta, uno tampoco debe llevarse más de lo que trajo. Solo dejarse atravesar.