Autor: Copo

  • Las bufandas azules

    Las bufandas azules

    En el desván de la casa, bajo una capa de polvo casi sólida, como si el tiempo se hubiese sedimentado ahí con paciencia geológica, apareció la primera. O al menos, la que se creyó que era la primera. Era una bufanda azul, de lana antigua, con hilos deshilachados en los extremos como pequeñas raíces. No existían memorias donde se hubiera visto antes. Tampoco figuraba en los recuerdos familiares, aunque sí aparecía, repetida como un símbolo discreto, en varias fotografías en blanco y negro donde mi tío abuelo —un hombre que parecía haber vivido siempre en un invierno— la llevaba anudada con gesto monástico.

    La prenda azul se encontró por accidente, entre libros con dedicatorias olvidadas, cuadernos con dibujos a lápiz, y un mechón de cabello envuelto en papel. La bufanda no desprendía olor, pero al tocarla, algo parecido al escalofrío me recorrió, como si su tacto hubiese sido más mental que físico.

    La segunda apareció semanas más tarde, durante una caminata por las ruinas de una aldea deshabitada. Aquella tarde, el viento no solo soplaba: parecía barrer con todo lo innecesario. Y fue entonces cuando, entre las ramas de un árbol inclinado, atrapada con una delicadeza casi teatral, apareció otra bufanda. Azul, igual que la primera. De igual textura, igual patrón, idéntica en su desgaste, como si el tiempo hubiese operado sobre ambas con la misma constancia.

    Aquella bufanda no podía haber llegado allí por medios normales. No había caminos recientes, ni casas habitadas en kilómetros. Y sin embargo, allí ondeaba, en un gesto casi teatral, como si quisiera ser encontrada.

    Desde entonces, he escuchado al menos tres historias más. Un conocido la vio en una tumba sin nombre en un cementerio rural. Una mujer mayor, en una residencia, la guarda aún sin saber por qué. Un joven que murió hace años aparece en una foto escolar con una igual, aunque nadie recuerda que la llevara ese día. Ninguno de ellos está relacionado. Ninguno sabe del otro.

    Las bufandas azules aparecen. Siempre azules. Siempre gastadas. Siempre como si esperaran algo.
    Y al mismo tiempo, desaparecen. Como si no pudieran estar demasiado tiempo en un mismo lugar.

    La pregunta, claro, no es cuántas hay. Ni siquiera de dónde vienen.
    Sino por qué existen.

    Tal vez se hereden sin querer. Tal vez se pasen como señales entre generaciones, sin que nadie lo advierta. Tal vez son recuerdos manifestados, una forma del pasado de seguir respirando.

    O puede que la bufanda azul no sea un objeto.
    Sino un síntoma.

    Si en algún momento encuentras una, no te apresures a ignorarla.
    Guárdala. O no.
    Solo recuerda que hay otras. Y que todas, en su silencio de lana, parecen saber algo que tú aún no.

  • La maleta sin abrir

    La maleta sin abrir

    Durante años, permaneció allí, en la parte más alta del armario. Apenas visible desde el suelo, cubierta por una fina capa de polvo y olvido, como si nadie hubiese osado moverla desde el instante en que fue colocada. No había etiquetas. Ni iniciales. Ni indicio alguno de propiedad. Solo una vieja maleta de cuero agrietado, con una hebilla oxidada y una pequeña llave colgando de una cinta descolorida. El tipo de objeto que, más que ser ignorado, parece exigir ser dejado en paz.

    La descubrí por accidente, una mañana gris de marzo, mientras ordenaba lo que quedaba del apartamento de mi tío Kurtz, fallecido semanas antes en un hospital público, tras una vida que nunca supimos si fue plena o simplemente soportada. Kurtz era un hombre parco en palabras, devoto del orden, reacio al contacto. Su correspondencia cabía en una caja de zapatos. Sus diarios eran inexistentes. Su casa, un santuario de la rutina. Y sin embargo, esa maleta…

    Me quedé mirándola durante varios minutos, como si esperara que descendiera por su cuenta, confesando su contenido con vergüenza o resignación. Cuando por fin la tomé, pesaba menos de lo que esperaba, pero su sola presencia tenía un peso específico que no era físico. La deposité sobre la cama intacta, la misma en la que él había dormido, presumiblemente solo, durante más de treinta años. Dudé en abrirla. Hubo en mí una intuición —una de esas certezas calladas— de que lo que guardaba allí no me concernía del todo, y sin embargo, en cierto modo, me implicaba.

    La cerradura cedió sin esfuerzo.

    Dentro, cuidadosamente ordenados, había varios objetos: una bufanda azul con los bordes deshilachados, un cuaderno pequeño con hojas arrancadas, una postal jamás enviada desde una ciudad costera, una fotografía en blanco y negro de una mujer que no reconocí, mirando a cámara sin gesto alguno. También, en una esquina del forro interior, envuelta en papel de seda, una pequeña piedra negra.

    No había cartas. Ni nombres. Ni fechas. Solo signos. Vestigios de algo. Fragmentos de una historia que solo podría reconstruirse a tientas, si es que debía reconstruirse en absoluto.

    Recuerdo haber sostenido la bufanda contra mi rostro. Tenía un olor a tiempo detenido. No sabría decir si era perfume o moho, si hablaba de amor o abandono. En el cuaderno, las primeras páginas estaban escritas en una letra curva, casi temblorosa. Pocas frases. Algunas tachadas. Una decía simplemente: “Ella no prometió volver, y sin embargo la esperé cada invierno.”

    Me pasé la tarde contemplando esos objetos como si fueran piezas arqueológicas, como si al combinarlas en el orden correcto pudieran revelar un sentido. Pero no lo hubo. O al menos no uno claro. Y quizás, pensé, ése era el sentido. Que algunas maletas están hechas para ser un enigma. No por el misterio en sí, sino por lo que nos obliga a sentir al enfrentarlo.

    He considerado muchas veces volver a guardar cada cosa exactamente como la encontré. Sellarla con la llave y devolverla a ese estante alto, como si nunca hubiese sido abierta. Quizás era ese su destino: no ser comprendida, sino apenas intuida. Como tantas vidas que pasan a nuestro lado: cercanas, desconocidas, llenas de un pasado que no supimos preguntar.

    Conservo la fotografía. Está ahora sobre mi escritorio. Me observa con ese rostro quieto, suspendido en el tiempo. A veces me sorprendo hablándole, como si me escuchara desde su mundo sin nombre.

    Y la maleta —la cerré al final— permanece debajo de mi cama. No por miedo, ni por apego, sino porque me recuerda que hay historias que no necesitan resolverse. Solo ser sostenidas en el silencio.

  • Donde el viento no pregunta

    Donde el viento no pregunta

    Hay un lugar en las sierras altas, entre rocas cubiertas de líquenes pálidos y alerces vencidos por su propio peso, donde el viento nunca detiene su marcha, y tampoco espera respuesta. En esos páramos inclinados hacia el norte, todo parece haber sido arrastrado por una voluntad silenciosa: las cercas oxidadas están torcidas en la misma dirección, los tejados de pizarra rotos exhiben sus heridas hacia el oeste, y los árboles que alguna vez intentaron alzarse han aceptado crecer en diagonal, como inclinados ante una fuerza inapelable.

    Allí, cada sonido lleva una estela. El crujido de una rama no muere tras el chasquido, sino que se alarga como un eco en el valle, llevado por ese viento que no pregunta. Los cuervos vuelan en círculos bajos, rozando con sus alas las hierbas secas que se abrazan al suelo como si quisieran evitar ser llevadas lejos.

    En medio de ese espacio descarnado, se alza una construcción de piedra, ya sin techo, sin ventanas ni puertas. Solo las paredes sobreviven, como si aún quisieran proteger algo que hace tiempo ha dejado de estar. No hay nombres escritos en su interior ni señales claras de quiénes la habitaron. Solo una mesa de madera podrida en una esquina y un alféizar donde la escarcha parece encontrar refugio cada mañana, dibujan con su mera existencia la escena de una vida detenida.

    He vuelto a ese lugar varias veces, aunque nunca con compañía. No hay sendero marcado ni señal alguna, solo referencias que uno guarda en la memoria como cicatrices: la roca con forma de espiral, el abeto partido en dos, el riachuelo que desaparece bajo tierra justo antes de llegar a la loma. Cada vez que regreso, algo ha cambiado levemente. La inclinación de la luz, la textura de las sombras, incluso la manera en que el viento se desliza por entre las ruinas.

    Una vez encontré allí una bufanda azul enredada en una rama. Tenía los bordes deshilachados y olía a lana mojada, como si hubiera estado esperando la vuelta de alguien durante años. No la toqué. Me pareció más digno dejarla allí, que no alterarla, porque en ese lugar todo permanece solo si uno no interfiere. El viento no pregunta, y nosotros tampoco deberíamos responder.

    Desde esa altura, la vista se extiende como una herida abierta hacia las llanuras del sur. En días despejados, puede verse la línea donde el hielo se rinde al verde, y en las noches sin luna, uno podría jurar que hay luces que parpadean desde más allá del horizonte, como señales enviadas desde una época anterior, un mundo suspendido bajo el polvo del recuerdo.

    Al volver, siempre dejo algo detrás: un guante viejo, una frase no dicha, una imagen que no tomaré. Porque ese es el pacto. Allí donde el viento no pregunta, uno tampoco debe llevarse más de lo que trajo. Solo dejarse atravesar.

  • Luz oblicua sobre la nieve

    Luz oblicua sobre la nieve

    En ciertos días de enero, cuando el sol se niega a elevarse por encima de las copas de los árboles desnudos, la luz cae de lado, rasante, como si resbalara por los tejados nevados y se deslizara por las laderas hasta el fondo de los valles. Esa luz oblicua sobre la nieve no calienta, pero revela. De repente, todo lo que estaba oculto en la homogeneidad blanca se perfila con una precisión melancólica: los surcos en el campo, las huellas de un zorro solitario, las grietas en la madera de una caseta olvidada.

    Hay algo reverencial en esa hora. El mundo parece suspendido en un instante detenido, como si alguien hubiera tocado el botón de pausa en una cinta antigua. La nieve, al recibir esa inclinación dorada, no brilla ni reluce, sino que se apaga ligeramente, como si la luz la envejeciera. Entonces aparecen las sombras: alargadas, casi azules, dibujadas con exactitud matemática en el blanco de la llanura. Las ramas proyectan geometrías sutiles sobre el suelo helado, y cada línea parece una frase subrayada en el cuaderno de un lector atento.

    Caminé esta mañana por un sendero apenas visible, guiado más por la memoria que por el trazado. A mi izquierda, un invernadero con los cristales empañados parecía contener dentro un clima detenido, un jardín en miniatura prisionero del frío. A mi derecha, una línea de postes telegráficos se perdía en la lejanía, cada uno proyectando una sombra idéntica y muda sobre la nieve.

    Lo oblicuo de la luz me recordó a una fotografía de mi infancia, tomada por mi padre en una estación invernal. En ella, una bicicleta reposaba contra una pared encalada, y la sombra que proyectaba era tan nítida que parecía formar parte del objeto. En esa imagen —que ya no conservo pero que aún habita mi mente— comprendí por primera vez que lo importante no siempre es lo que se ve, sino cómo la luz lo toca.

    La nieve comenzará a derretirse pronto, lo sé. Pero esta luz, este ángulo imposible del sol sobre la tierra dormida, quedará suspendido, como tantas otras cosas que solo ocurren una vez al año, o una vez en la vida.

  • Fragmentos recogidos tras la nevada

    Fragmentos recogidos tras la nevada

    Durante días, el paisaje permaneció cubierto por una capa de silencio. No un silencio vacío, sino uno denso, como si el tiempo hubiese hecho una pausa para no perturbar la caída de los copos. La nieve, esa paciente invasora, había llegado sin anunciarse, cubriendo los caminos, los tejados, los restos de antiguas vidas desperdigadas por el campo.

    Caminar por aquel entorno era como recorrer una página que ya había sido escrita, pero en la que el texto se había borrado parcialmente. Solo quedaban trazos, líneas oblicuas y fragmentos. Bajo la capa blanca emergían a intervalos trozos de tejas rotas, una silla hundida, una bicicleta oxidada detenida en su fuga. Y entre todo eso, papeles.

    Había papeles, sí, dispersos, como si hubiesen sido liberados por una ventana abierta hacía décadas. Algunos ya ilegibles, reducidos a fibras. Otros conservaban aún palabras sueltas: “recuerdo”, “febrero”, “ausencia”. No eran documentos importantes —ningún acta, ningún contrato—, pero estaban impregnados de humanidad. Una receta escrita a mano. Una postal sin sello. El reverso de una fotografía en blanco y negro, con un nombre tachado. Era como si la nieve no hubiese cubierto el pasado, sino que lo hubiese revelado.

    Recoger estos fragmentos no era tarea arqueológica ni sentimental, sino un acto de compasión. Cada trozo recogido y secado junto al radiador adquiría un valor que no dependía de su utilidad, sino de su mera persistencia. Lo que había sobrevivido a la nieve merecía un lugar en la mesa, junto al café frío y el cuaderno de anotaciones.

    Me senté, entonces, a leer en voz baja aquello que podía leerse. A adivinar lo que faltaba. A reconstruir, con palabras propias, lo que tal vez nunca fue. Así supe —o creí saber— que alguien había vivido allí con su madre, que el invierno del 73 fue especialmente duro, que un perro de nombre Felipe desapareció en enero. Son cosas pequeñas, sí, pero configuran un mundo.

    La nevada terminó hace ya una semana. El sol de mediodía comienza a derretir los últimos restos de hielo en las esquinas del jardín. Pero aún sigo volviendo a ese rincón del campo, a buscar bajo los matorrales, como quien espera encontrar la última pieza de un puzle imposible.

    No hay final para estas búsquedas. Porque los fragmentos no encajan. Porque nunca hubo un todo al que pertenecieran. Pero mientras los reúna, mientras los lea, mientras los transcriba, el mundo se volverá, aunque sea brevemente, un poco más legible.

  • Bajo el peso de la escarcha

    Bajo el peso de la escarcha

    En los campos del norte, allá donde los árboles no dan sombra sino figuras detenidas, la escarcha se posa sin anunciarse, como lo hacen las cosas que no piden permiso para quedarse. Cada invierno trae consigo una repetición apenas perceptible: las mismas hojas muertas en la misma curva del camino, los cristales rotos de una vieja parada de autobús, el mismo silencio extendido como una sábana húmeda sobre la carretera secundaria.

    Recuerdo una mañana de diciembre en la que el mundo parecía haber olvidado moverse. La casa, antigua y aislada, tenía la fachada cubierta por un velo blanco, como si la noche hubiera decidido embalsamarla. En la ventana, los cristales empañados permitían ver, entre dibujos de hielo, una mesa puesta desde hace días, tal vez desde hace años. No había nadie. O quizás sí: alguien que se había confundido con el mobiliario, con los objetos inertes, con la sombra proyectada por una lámpara que ya no encendía.

    Caminé por el sendero de grava, que crujía como si pisara huesos diminutos. A lo lejos, un espantapájaros de trapo mantenía la postura estoica de quien espera noticias. Llevaba un gorro rojo desteñido y un abrigo hecho con retales que ya no protegían a nadie. Me pregunté si alguien más lo habría visto, si habría servido realmente para espantar algo más que la memoria.

    La escarcha no solo pesa sobre la tierra: también lo hace sobre el pecho. Es un frío que no abriga, que se instala detrás de los ojos y convierte las lágrimas en agujas. En aquel lugar olvidado, bajo ese cielo plano como una hoja de papel, comprendí que la escarcha no es ausencia de calor, sino una forma persistente de presencia: todo lo que fue, sigue ahí, congelado.

    En un banco oxidado, encontré una revista de 1987, con una fotografía en portada de un paisaje parecido. Era un número especial sobre turismo rural. Me detuve a mirar la fecha, subrayada a bolígrafo por alguna mano antigua. El tiempo no se había detenido, simplemente había decidido pasar por otro lado.

    Bajo el peso de la escarcha, las cosas no desaparecen: se endurecen, resisten, susurran. No hace falta comprenderlas. Solo basta con escucharlas, como quien escucha el crujido del suelo antes del deshielo.