Memoria en formato 8mm

memorias en 8mm

Durante las labores de inventario en la casa de la tía Ángela —una figura siempre difusa en las conversaciones familiares, rodeada de un halo entre la excentricidad y la distancia— apareció una caja de cartón etiquetada a mano con una caligrafía temblorosa: «Inviernos 1968-1975». Nadie recordaba haberla visto antes, a pesar de que aquella buhardilla había sido abierta más de una vez en los últimos años. Dentro, envueltos en papel periódico amarillento, descansaban varios carretes de 8mm.

No contenían etiquetas precisas. Tan solo fechas sueltas y títulos que más parecían versos perdidos: “Las violetas detrás del cristal”, “La figura en el ventanal”, “Ruinas bajo la escarcha”, “Bufanda azul en la rama”. El hallazgo era desconcertante. Alguien había registrado cuidadosamente escenas íntimas y extrañas con un ojo deliberadamente poético. Pero lo más intrigante era que muchas de aquellas imágenes descritas en los títulos coincidían con fragmentos apenas recordados de relatos familiares, o con lugares mencionados de pasada en conversaciones sin importancia.

Uno de los rollos, al ser proyectado —tras recuperar un viejo proyector que aún funcionaba milagrosamente— mostraba una escena granulada de lo que parecía un invernadero abandonado. No había nadie visible, salvo el vaivén de una cortina rasgada y la presencia insinuada de flores marchitas. Al fondo, durante unos segundos, una sombra atravesaba el marco de la imagen, como un espectro impreso en celuloide.

En otro carrete, bajo una nevada densa, se distinguía una silueta envuelta en un abrigo grueso caminando por un sendero flanqueado por árboles desnudos. Colgada de su cuello, una bufanda azul agitaba sus extremos al compás del viento. Era la misma bufanda que apareció, tiempo después, atrapada en las ramas de un árbol junto a unas ruinas. O quizá era otra. O tal vez eran todas la misma.

La banda sonora muda del proyector llenaba la habitación con un rumor hipnótico, como si cada vuelta del carrete rasgara un poco más la superficie del olvido. Nadie supo decir quién había filmado aquello. Las fechas coincidían con años en los que algunos miembros de la familia estuvieron ausentes, viajando por Europa. Sin embargo, una de las tomas mostraba con claridad una esquina del patio de la casa de los abuelos, aunque con una distribución distinta a la actual, como si hubieran sido modificadas cosas que nadie recordaba haber cambiado.

El último rollo parecía malogrado. Las imágenes eran borrosas, llenas de interferencias, hasta que en un momento, con claridad inexplicable, apareció un niño con una cámara en la mano. Detrás de él, una mujer de cabello recogido miraba directamente al objetivo, inmóvil. Su expresión era serena, pero sus ojos transmitían una suerte de advertencia que helaba la sangre. Cuando se detuvo el proyector, el silencio pareció adquirir forma, como si el propio aire hubiese decidido detenerse para no alterar lo que acababa de ser visto.

Desde entonces, los rollos han sido guardados con cuidado, pero con cierto temor reverente. Hay algo en ellos que escapa a la lógica, una especie de grieta por la que se cuela otro tiempo, uno donde las historias se entrelazan, donde las bufandas azules reaparecen, donde los diarios tienen páginas arrancadas y las estatuas parecen vigilar.

Los recuerdos, en este caso, no están escritos ni contados. Están impresos en una secuencia de imágenes mudas, parpadeantes, incompletas. Fragmentos de memoria en 8mm, cuyo origen nadie reclama pero cuya persistencia obliga a mirar de nuevo lo conocido con otros ojos.

Porque a veces, lo que creemos haber olvidado nos observa, quieto, desde el interior de una cinta silenciosa.

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