En ciertos días de enero, cuando el sol se niega a elevarse por encima de las copas de los árboles desnudos, la luz cae de lado, rasante, como si resbalara por los tejados nevados y se deslizara por las laderas hasta el fondo de los valles. Esa luz oblicua sobre la nieve no calienta, pero revela. De repente, todo lo que estaba oculto en la homogeneidad blanca se perfila con una precisión melancólica: los surcos en el campo, las huellas de un zorro solitario, las grietas en la madera de una caseta olvidada.
Hay algo reverencial en esa hora. El mundo parece suspendido en un instante detenido, como si alguien hubiera tocado el botón de pausa en una cinta antigua. La nieve, al recibir esa inclinación dorada, no brilla ni reluce, sino que se apaga ligeramente, como si la luz la envejeciera. Entonces aparecen las sombras: alargadas, casi azules, dibujadas con exactitud matemática en el blanco de la llanura. Las ramas proyectan geometrías sutiles sobre el suelo helado, y cada línea parece una frase subrayada en el cuaderno de un lector atento.
Caminé esta mañana por un sendero apenas visible, guiado más por la memoria que por el trazado. A mi izquierda, un invernadero con los cristales empañados parecía contener dentro un clima detenido, un jardín en miniatura prisionero del frío. A mi derecha, una línea de postes telegráficos se perdía en la lejanía, cada uno proyectando una sombra idéntica y muda sobre la nieve.
Lo oblicuo de la luz me recordó a una fotografía de mi infancia, tomada por mi padre en una estación invernal. En ella, una bicicleta reposaba contra una pared encalada, y la sombra que proyectaba era tan nítida que parecía formar parte del objeto. En esa imagen —que ya no conservo pero que aún habita mi mente— comprendí por primera vez que lo importante no siempre es lo que se ve, sino cómo la luz lo toca.
La nieve comenzará a derretirse pronto, lo sé. Pero esta luz, este ángulo imposible del sol sobre la tierra dormida, quedará suspendido, como tantas otras cosas que solo ocurren una vez al año, o una vez en la vida.
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