Fragmentos recogidos tras la nevada

fragmentos-en-la-nieve

Durante días, el paisaje permaneció cubierto por una capa de silencio. No un silencio vacío, sino uno denso, como si el tiempo hubiese hecho una pausa para no perturbar la caída de los copos. La nieve, esa paciente invasora, había llegado sin anunciarse, cubriendo los caminos, los tejados, los restos de antiguas vidas desperdigadas por el campo.

Caminar por aquel entorno era como recorrer una página que ya había sido escrita, pero en la que el texto se había borrado parcialmente. Solo quedaban trazos, líneas oblicuas y fragmentos. Bajo la capa blanca emergían a intervalos trozos de tejas rotas, una silla hundida, una bicicleta oxidada detenida en su fuga. Y entre todo eso, papeles.

Había papeles, sí, dispersos, como si hubiesen sido liberados por una ventana abierta hacía décadas. Algunos ya ilegibles, reducidos a fibras. Otros conservaban aún palabras sueltas: “recuerdo”, “febrero”, “ausencia”. No eran documentos importantes —ningún acta, ningún contrato—, pero estaban impregnados de humanidad. Una receta escrita a mano. Una postal sin sello. El reverso de una fotografía en blanco y negro, con un nombre tachado. Era como si la nieve no hubiese cubierto el pasado, sino que lo hubiese revelado.

Recoger estos fragmentos no era tarea arqueológica ni sentimental, sino un acto de compasión. Cada trozo recogido y secado junto al radiador adquiría un valor que no dependía de su utilidad, sino de su mera persistencia. Lo que había sobrevivido a la nieve merecía un lugar en la mesa, junto al café frío y el cuaderno de anotaciones.

Me senté, entonces, a leer en voz baja aquello que podía leerse. A adivinar lo que faltaba. A reconstruir, con palabras propias, lo que tal vez nunca fue. Así supe —o creí saber— que alguien había vivido allí con su madre, que el invierno del 73 fue especialmente duro, que un perro de nombre Felipe desapareció en enero. Son cosas pequeñas, sí, pero configuran un mundo.

La nevada terminó hace ya una semana. El sol de mediodía comienza a derretir los últimos restos de hielo en las esquinas del jardín. Pero aún sigo volviendo a ese rincón del campo, a buscar bajo los matorrales, como quien espera encontrar la última pieza de un puzle imposible.

No hay final para estas búsquedas. Porque los fragmentos no encajan. Porque nunca hubo un todo al que pertenecieran. Pero mientras los reúna, mientras los lea, mientras los transcriba, el mundo se volverá, aunque sea brevemente, un poco más legible.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *